Una de las primeras cosas de las que uno se da cuenta cuando llega a Berlín es de la predilección que los que viven aquí muestran por lo antiguo, viejo, retro o como se le quiera llamar. Aquí lo de ir a la última significa, por definición, volver 20 años atrás. Pero incluso en el caso que algo no tenga tal antigüedad, lo que si que siempre acaba siendo determinante es que algo sea de segunda mano.
Berlin es verde, cool, moderno y ligeramente anticapitalista (en un sentido no muy estricto de la palabra). Comprar en IKEA no mola. Mola ir a un Fleamarket, pillar muebles por la calle o buscarlos de segunda mano o regalados en kijiji.de. ¿Pagar algo más por algo nuevo que además no es cool, que carece de sustancia? No, gracias.
No dudo que esta actitud, este modo de entender el consumo que va más allá de los muebles y se extiende en otros campos como la ropa o el motor, tuviera originalmente su sentido. Y en algunos casos seguramente todavía la tiene. Sin embargo, creo que se ha ido demasiado lejos. Se ha llevado esta actitud a tal extremo que la demanda se ha vuelto obsesiva y miope, mientras que la oferta, como es natural, se está aprovechando de ello.